Todo suelo es político: género, derechos e interculturalidad
Es un día lluvioso de octubre y 200 mujeres campesinas y productoras de alimentos de distintas provincias de la Argentina se reúnen para darle forma a lo que, luego de largas horas de debate y posicionamientos, será el resultado del Primer Encuentro Nacional de Mujeres Trabajadoras de la Tierra: su Declaración por la Igualdad de Derechos.
En los últimos años dos fenómenos han cobrado notoriedad social; la certeza de que el planeta está al borde del colapso ambiental, y el reconocimiento de las mujeres como sujetos políticos con identidades colectivas diversas cuya fuerza transformadora ha cristalizado en movimientos antipatriarcales con capacidad de autonomía, incidencia y acción.
¿Cómo se vinculan estos dos fenómenos? La evidencia empírica ha demostrado cómo la crisis ecológica y ambiental impacta de manera desproporcionada sobre las mujeres, especialmente en sectores rurales donde históricamente se les han negado sus derechos. El derecho a una alimentación, educación y salud adecuada, el acceso a recursos productivos y financieros, a los servicios básicos y a los espacios de toma de decisión.
Las mujeres rurales representan más de un tercio de la población mundial y constituyen la mayoría de las personas que producen los alimentos. El 43% de la mano de obra agrícola de los países en desarrollo está representada por mujeres quienes, en su mayoría y paradójicamente, no son dueñas de la tierra aunque tienen un rol clave en la provisión y preparación de los alimentos a partir de una división sexual del trabajo sostenida en la reproducción de estereotipos de género.
El informe especial sobre Cambio Climático y Uso del suelo del Panel Intergubernamental en Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) establece que el suelo es un recurso decisivo y crítico que está siendo amenazado por dos presiones; el uso intensivo que se hace de él y el cambio climático.
En América Latina y el Caribe sólo el 18% de las explotaciones agrícolas regionales son manejadas por mujeres y éstas reciben apenas el 10% de los créditos y el 5% de la asistencia técnica para el sector. De ahí su limitada capacidad de incidir en la gobernanza de los territorios que habitan y donde producen; de promover prácticas alternativas que pongan límites a modelos agroindustriales cuyos impactos se han caracterizado por mayores niveles de extracción y depredación ambiental, que afectan a la mayoría; y grandes niveles de rentabilidad, que quedan en pocas manos.
El Informe del IPCC reconoce, a su vez, el papel clave que desempeñan las mujeres en la seguridad alimentaria y cómo sus conocimientos tradicionales pueden contribuir con la gestión de los recursos, la protección de la biodiversidad y la capacidad de adaptación a la crisis climática. También reconoce la responsabilidad desproporcionada que cargan las mujeres por el trabajo doméstico no remunerado. Y este parece ser uno de los ejes medulares de las luchas del campo de la organización popular de mujeres, campesinas e indígenas de la región. Posicionar en el debate político, donde actualmente están subrepresentadas y excluidas, la invisibilidad del trabajo no remunerado que realizan. Dar cuenta de que ese trabajo social reproductivo, fundamental para la supervivencia, sigue siendo invisible y no reconocido. Evidenciar cómo operan las distintas formas que toma la desigualdad y la opresión, según la edad, la etnia, la ubicación geográfica, la clase y hasta la orientación sexual.
Bajo estos horizontes comunes de demandas, diversos movimientos de mujeres se han organizado a lo largo de la región. En Argentina, el Movimiento de Mujeres Indígenas por el Buen Vivir, integrado por un grupo de mujeres pertenecientes a diversos pueblos-nación indígenas, sostuvo días de acampe con un serie de exigencias hacia el Estado nacional, condensadas en un manifiesto titulado “La rebelión de las flores nativas”, en el cual denuncian un estado de “terricidio” bajo un paisaje de “ríos represados y contaminados, bosques devastados y selvas asesinadas”.
Las mujeres indígenas de Ecuador tuvieron un rol fundamental dentro del movimiento indígena en la protesta popular originada luego del anuncio de un paquete de medidas económicas antipopulares ordenadas por el Fondo Monetario Internacional que las afectaban directamente.
En la comunidad de Santa Julia, en Nicaragua, la lucha de las mujeres por la defensa del pulmón verde de Managua y por promover un modelo de conservación de los bosques contra la deforestación indiscriminada, ha sido también central.
Estos movimientos entienden que, tanto el sistema patriarcal como el sistema agroproductivo, sostienen estructuras de opresión y dinámicas de poder que tienen similitudes en su impacto sobre las mujeres y la naturaleza. En este marco, la agroecología aparece aún desde el margen como un movimiento y un conjunto de prácticas que, desde su dimensión política, cuestiona las injusticias sociales. Un modelo que integra diversas formas de conocimiento y de prácticas más horizontales, comunitarias, solidarias, de cuidado, colaboración y reciprocidad.
Quizá se abra allí un nuevo paradigma y una nueva politicidad que incluya otras maneras de relacionarse con los bienes de la naturaleza y de trabajar la tierra, en donde la lucha colectiva de las mujeres haga eco. Un modelo alternativo que potencie su autonomía y su participación en las instancias de decisión sobre las maneras de producir.
Discutir el modelo agrícola implica también poner en debate las estructuras de desigualdad sobre las que se sostiene. Es entonces una oportunidad para recuperar expresiones autóctonas de lucha en donde el campo de las organizaciones colectivas, plurinacionales y regionales, lideradas por mujeres tiene mucho para aportar.